Mi abuelo siempre me decía que tenía que aprender a bailar pasodobles, que era algo muy importante en la vida. Nunca he bailado nada, ni pasodobles ni otra cosa y además tengo un sentido del ritmo bastante pobre (lo que me exige el doble de esfuerzo cuando toco el bajo). Es curioso, pero en su época bailar era parte fundamental en los actos sociales. Era una forma de conocer personas y en muchos casos, de hasta encontrar pareja. En cualquier pueblo de la España de los años cincuenta, llegada una fiesta, bailando se intercambiaban unas sonrisas, quizá con complicidad y aprobación, y de eso al noviazgo y la boda había un paso.

“Aproximadamente el 60% de las personas de una cultura se comportan de acuerdo con el sistema de significados compartidos por los miembros de la misma”; además, la cultura en la que vivimos modifica la probabilidad de presentar ciertos comportamientos (Bermúdez et al., 2011). Esto nos muestra el peso que tienen las convenciones sociales en nuestra forma de actuar: aprendemos conductas, se nos motiva a poner en prácticas determinadas acciones y se nos sanciona cuando la sociedad cree que nos salimos del plato. La tradición se intenta mantener, pero a la vez todo cambia.

Mapa de países individualistas (verdes) y colectivistas (rojo) (fuente: De TheCultureDemystifier, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=92889152).
Vivimos en un país que ha cambiado a marchas aceleradas y si durante mucha parte del siglo XX España, en cuanto a desarrollo, podría decirse que fue a la cola de Europa, desde la Transición experimentó una aceleración que ha influido en la personalidad de sus ciudadanos. España es un país que ha abandonado su rol colectivista y se ha sumado a los países “modernos” de Europa, los llamados por la Psicología Social “individualistas”. El cambio es digno de analizar porque hoy la calidad de vida es muchísimo más alta y hemos conseguido vivir vidas muy largas (en la Edad Media la esperanza de vida pocas veces superaba los 20 años). Tenemos mayor formación a nuestro alcance, las viviendas son más cómodas, los transportes mucho mejores y prestamos mucha más atención a nuestro estado físico y emocional: mi abuelo nunca hizo deporte (salvo coger espárragos en el campo, cuando era época), nunca se planteó consultar a un psicólogo aunque se sintiera mal a nivel emocional. Eran otros tiempos, y en sus días era un logro poder tener hijos y que sobrevivieran, disfrutar de comida como pescado o tener televisión. Hoy en día, con eso cubierto, no hay objetivos tan básicos en el horizonte, y eso nos ha desorientado porque el camino que generaciones anteriores marcaban ya no nos sirve ni de lejos como referencia. Pero ese cambio, acelerado, ha traído un problema de adaptación. Ahora:
- Las relaciones sociales son mucho más efímeras.
- La maduración es más lenta porque las responsabilidades llegan más tarde (trabajo, hijos, cuidado de mayores…).
- El grupo de conocidos es en la mayoría de casos menor.
- Las actividades de ocio son más individuales.
- El mundo actual es más competitivo.
- El sedentarismo es normal y no una excepción.
- Los niveles de inseguridad y de autoconfianza son menores.
Todo esto también ha creado problemas por la convivencia entre generaciones: personas amantes de un estilo de vida tradicional chocan muchas veces con conductas sociales más novedosas. Mucha gente (muchos de nuestros mayores, aunque sin generalizar) pelea con las nuevas tecnologías o con la gestión emocional y el impacto de vivir un mundo más sensacionalista y sobreinformado.
“De nuestra adaptación depende nuestra felicidad”.
Saludos cordiales,
Mario
Un comentario en “Del pasodoble de mi abuelo al trap: Adaptación y presión social”